Libros de Cabecera

Organízate en células autónomas y ágiles

Alberto Delgado y Alfonso Ramos
Organizaciones azules: líderes de la era digital

Nota del editor: Nos complace ofrecer un extracto del libro Organizaciones azules: líderes de la era digital escrito por Alberto Delgado y Alfonso Ramos y publicado por Libros de Cabecera.

El mercado de los videojuegos es seguramente el sector del entretenimiento que mejor se está comportando en la sociedad hiperdigital. Las compañías de videojuegos han gestionado muy bien la monetización de sus esfuerzos, desde luego mucho mejor que las discográficas o los estudios de cine. El sector emplea a más de 120 000 personas en todo el mundo y generó una facturación superior a los 122 500 millones de euros en 2018, la mitad en juegos para el móvil, 47% en países de Asia-Pacífico (Corea del Sur, Japón, Singapur y Vietnam). Sus tasas de crecimiento son cuatro veces superiores al del resto de la industria del entretenimiento, alrededor del 10% de crecimiento anual. El cine, por ejemplo, facturó en el mismo año 102 000 millones de euros y la industria discográfica alrededor de 24 000 millones de euros, según datos de IBISWorld. Se estima que Grand Theft Auto V (Rockstar Games) tuvo un presupuesto de 240,5 millones de euros y desde el 2013 ha vendido más de 100 millones de unidades y generado 5500 millones de ingresos, el doble que Vengadores: Endgame, una de las películas más taquilleras de la historia.

Se considera que una de cada 3 personas en el mundo utiliza asiduamente videojuegos, un 54%, en la Unión Europea según la Interactive Software Federation of Europe. Juegan tanto jóvenes como adultos, y casi de igual modo hombres y mujeres. Hay que eliminar el prejuicio de que el jugador de videojuegos es un chico con acné que juega compulsivamente en su habitación desordenada rodeado de cajas vacías de pizza. La mayoría de los gamers son ocasionales, con una media de edad de entre 31 y 36 años, juegan en el smartphone y durante períodos de tiempo relativamente cortos y frecuentes, según datos de Newzoo. La aparición del Smartphone ha arrasado en un mercado inicialmente dominado por las consolas propietarias, como la Gamebox o la Wii de Nintendo y la exitosísima PlayStation de Sony. En diez años, los smartphones se han convertido en el dispositivo más utilizado a la hora de jugar. Según GlobalWeb-Index, a finales del 2018 un 66% de las personas que afirmaban jugar a videojuegos lo hacían en el móvil. El modelo de negocio de la mayoría de los actores en el móvil desarrolla modelos freemium, en el que el juego es gratuito y en el que se van haciendo micro compras para disponer de vidas extra, pistas y otras ventajas en el juego. El más conocido representante de este modelo es Fortnite, de EpicGames, propiedad del conglomerado chino Tencent, la empresa de videojuegos con mayor facturación del mundo, por delante de gigantes como Sony, Microsoft o Nintendo, que obtuvo unos ingresos de 2200 millones de euros en el 2018.

En 2003 el mercado de los videojuegos estaba mucho menos desarrollado, especialmente en PC y en el móvil. Las consolas dominaban en aquel momento y Sony y Nintendo imponían su ley. En ese año, Valve Software, una pequeña compañía con matriz en el estado de Washington, lanzó una plataforma de distribución de videojuegos llamada Steam. Al principio, la plataforma tenía como objeto actualizar los juegos de la propia compañía, pero más adelante evolucionó como una plataforma de distribución de juegos de otros fabricantes, que proporciona servicios al jugador, facilitando la descarga y actualización de aquellos, al tiempo que hospeda redes sociales en la que los gamers interactúan. La plataforma sigue existiendo y es utilizada tanto por pequeños desarrolladores independientes como por grandes corporaciones de software para la distribución de videojuegos y material multimedia relacionado. Ocho años después de su lanzamiento, la plataforma generaba la mitad de las ventas de videojuegos sobre plataforma PC. Un crecimiento meteórico.

13 años después de su nacimiento, y de la mano del éxito de la plataforma, Velve había pasado de ser un emprendimiento de Gabe Newell y Mike Harrington, dos extrabajadores de Microsoft, a ser una compañía que valía unos 4000 millones de dólares con solo ¡250 empleados! La empresa tenía la mayor rentabilidad por empleado de Estados Unidos. Un éxito extraordinario, en un tiempo récord. La compañía crecía muy por encima del mercado, tenía un modelo de negocio súper flexible, y una rentabilidad envidiable. Académicos e inversores se preguntaban sobre el secreto de su éxito. ¿Qué es lo que hacía a Valve una empresa tan singular?

Evidentemente, su modelo de negocio innovador era un componente extraordinario de su éxito. Sin embargo, no era lo único. Valve era una compañía con una característica muy singular: desde 2010 había adoptado una estructura organizativa totalmente plana. Es importante la idea de la adopción. La compañía había empezado con una jerarquía tradicional, pero en 2010 decidió cambiar a una estructura que no tenía nombre en ese momento, pero que hoy podemos llamar redárquica o celular.

La compañía no tenía ningún cargo intermedio. No había jefes, más allá del consejo de administración. Los colaboradores se autoorganizaban en equipos alrededor de proyectos que les apasionaban, pedían participar en los mismos a voluntad, sin supervisión directa de ningún supervisor o jefe. Trabajaban en su ubicación preferida, en las oficinas o en su casa, y se coordinaban de manera totalmente celular. Newell, uno de los fundadores, comentaba que esta manera de organizarse era fantástica para algunos, pero también una pesadilla para otros. «Mucha gente no es capaz de trabajar y motivarse sin la supervisión constante de un jefe. No cualquier desarrollador es capaz de ser productivo en esta manera de organizarse, pero los que lo consiguen nunca quieren volver a tener un jefe». La compañía tenía unos índices de rotación muy inferiores a la media de la industria, y los que interactuaban con la compañía manifestaban que tenían un sentido de pertenencia extraordinario: eran los mejores comerciales de la firma, lo que a su vez les ayudaba a encontrar nuevos colaboradores para sus iniciativas de crecimiento. Los colaboradores se alistaban en proyectos de juegos que sentían suyos, y se comprometían con ellos extraordinariamente.

La redarquía como alternativa a la organización jerárquica

Velve es un ejemplo de compañía casi totalmente redárquica. Y un ejemplo reseñable, porque decidió apostar por este modelo después de una etapa estructurada como una jerarquía. Todas las empresas cuando nacen son redárquicas. En una startup, los emprendedores hacen de todo, sin jerarquías formales, comprometidos en su proyecto, orientados a su misión: hacer crecer la compañía, convertirla en algo viable, en un negocio sostenible. Para este empeño, dado que se trata de pocas personas que colaboran, es impensable que exista una estructura jerárquica. La compañía se autoorganiza sin demasiados formalismos, alrededor de un propósito transformador. Esta es la clave: equipos autogestionados orientados a misiones; los equipos se alinean y estructuran alrededor de lo que quieren conseguir y lo que hacen para lograrlo. La motivación es intrínseca, la visión existe —es compartida e inclusiva—, todos aportan, todos reciben. Cuando la startup crece, en la mayoría de los casos abandona su estado redárquico y se rinde a la consabida evidencia de que necesita una estructura jerárquica para controlar las operaciones y no cometer errores; que necesita departamentos, jefes y subordinados; que necesita títulos, cargos y descripciones de puestos y funciones. Entonces, la idílica estructura en red deja paso a la jerarquía. Son contadísimos los casos de empresas que hacen el viaje en sentido contrario: una vez jerarquizada, la empresa no vuelve atrás. La jerarquía es demasiado poderosa, tiene tantos mecanismos de autopreservación, el statu quo es tan difícil de deshacer, que rara vez se consigue eliminarla, incluso aunque un equipo directivo, o la propiedad, considere que sería una buena idea. Velve es un caso raro.

Evidentemente, hay otros ejemplos. Uno muy interesante y conocido es el de Spotify, el servicio de streaming de música que ha revolucionado la industria. Spotify ha abrazado un modelo de desarrollo ágil y redárquico de su plataforma. La compañía agrupa a sus desarrolladores en células alrededor de un propósito y llama a esas células comandos (squads). Son equipos de hasta ocho personas, multifuncionales, con perfiles diversos. Dentro de un comando se tienen todos los perfiles necesarios para conseguir llevar adelante la misión del equipo. Podemos decir entonces que el comando, la célula, es autocontenida, autónoma, y esta es la clave. Los comandos no tienen un jefe como tal, solo roles de coordinación orientados a conseguir que el comando trabaje de manera adecuada. Los equipos se autoorganizan en función del resultado que quieren obtener, y tienen completa autonomía para definir sus propias reglas de coordinación y actuación. De hecho, la compañía recomienda no estandarizar la manera de operar y prefiere que los equipos aprendan continuamente de la experiencia. ¿Existe coordinación, aprendizaje de las mejores prácticas, compartición de conocimiento entre comandos? Sí, existen estructuras para dar apoyo a esa coordinación y compartición de experiencias. Las personas que realizan funcionen similares en los diferentes comandos (por ejemplo, los que hacen funciones de administración de bases de datos) se coordinan en estructuras denominadas capítulos (chapters) y comparten sus experiencias, pero sin dependencia jerárquica de ningún tipo. Además, existen otros órganos de coordinación. Los squads se agrupan en «tribus», una estructura matricial muy ligera, para coordinar a comandos que tienen misiones relacionadas, o que deben coexistir o convivir. Pero no son departamentos ni estructuras jerárquicas, sino órganos de coordinación. El número de comandos que pueden pertenecer a la misma tribu no está establecido rígidamente, aunque normalmente son pocos.

Alineamiento, eficiencia y autonomía

La organización de Spotify busca conciliar la relación de tres variables que pueden parecer antitéticas, el alineamiento, la eficiencia y la autonomía. Con el alineamiento queremos decir hasta qué punto un equipo de trabajo actúa de manera coherente con la misión y visión corporativa, con el objetivo organizacional y en adecuada coordinación con otros equipos. La jerarquía fuerza el alineamiento en la medida en que los jefes estén alineados con la estrategia corporativa. La eficiencia está relacionada con que no se malgasten los recursos, y específicamente el tiempo de los empleados para llevar a cabo los objetivos marcados. La autonomía es implícita en la celularidad.

Estas tres variables constituyen lo que nos gusta denominar el triángulo virtuoso de la organización, y es muy difícil conseguir maximizar los tres. Lo que queremos es mantener una alta autonomía y un alto alineamiento simultáneamente que se mantiene una alta eficiencia, y esta es la dificultad. Si doy mucha autonomía, me costará conseguir el alineamiento, y probablemente se producirán descoordinaciones que afectarán a la eficiencia. Es por tanto un arte conseguir maximizar las tres, y el modelo de Spotify hace un buen trabajo para conseguirlo. Para tener un máximo alineamiento es clave que se definan bien y se coordinen las misiones, y para ello es necesario la creación de mecanismos de coordinación entre células y el alineamiento de estas a los objetivos corporativos. Para tener una máxima autonomía hay que resistirse a la tendencia a la supervisión, y confiar en que los equipos serán eficientes persiguiendo la misión.

La jerarquía normalmente consigue el alineamiento, pero rara vez consigue la máxima autonomía y nunca es eficiente, porque la misma existencia de la estructura jerárquica supone la asignación de un esfuerzo simplemente para mantener la máquina funcionando. En momentos de crisis, las compañías se dan cuenta de que tienen demasiada estructura (decimos grasa, normalmente) y se plantean la optimización de esas entidades jerárquicas. Se reducen los cargos intermedios, los órganos coordinadores y se busca la máxima eficiencia. Después la crisis pasa, se pierde el foco, y la jerarquía vuelve a crear ineficiencias de nuevo. Gary Humel hace una afirmación muy provocadora en la frase inicial de un artículo que comentaremos más adelante: «El management es la actividad menos eficiente de tu organización». Los supervisores son siempre un mal en términos de eficiencia; cobran un sueldo redundante (aunque no digo que no aporte valor, o que no sea necesario). Resulta escalofriante pensar en cuántas horas de trabajo duro se dedican en el mundo a la poco gratificante tarea de supervisar el esfuerzo de otros, cuánto talento se desperdicia en una actividad que no genera valor intrínseco. La jerarquía es un animal con una tendencia incansable de autopreservación: cuanto más grande es una organización, mayor es la necesidad de estructuras jerárquicas para mantenerla en funcionamiento, mayor el número de jefes, creciente el coste absoluto y relativo de esa jerarquía, más difícil simplificar o reducir su complejidad, superior el riesgo que jefes desconectados de la realidad del día tomen decisiones desastrosas; más complejo y lento el proceso de toma de decisiones, menor la capacidad de responder rápida y eficazmente a los nuevos retos; mayores los filtros que las nuevas iniciativas tienen que superar. ¡Guau! ¡Qué desastre, dirá el lector, y con razón! ¿No sería fantástico poder coordinar las actividades de una organización grande sin necesidad de crear complejas estructuras jerárquicas? La realidad es que la jerarquía es probablemente la mejor manera de coordinar actividades. Y eso la hace tan exitosa.

El lector puede pensar: «Muy bien, esto funciona en compañías como Velve o Spotify, empresas nativas digitales, o para startups, pero no sirve para compañías industriales o de seguros, por ejemplo». Bien, le concedo al lector que las compañías nativas digitales son un territorio en el que la redarquía y la celularidad encuentran más fácil acomodo, pero no es cierto que solo ese tipo de empresas puedan ser celulares. Existen ejemplos de empresas muy tradicionales, en sectores muy poco sexis o digitales, que han abrazado la redarquía con éxito. Como vimos en el capítulo del optimismo y la confianza, Morning Star es una compañía totalmente redárquica y tiene un volumen muy importante.

La inexistencia de estructura en Morning Star es tan sorprendente que casi obliga a pellizcarse para creerlo: no hay departamento de compras, cada colaborador puede comprar lo que necesita, y se establecen mecanismos para coordinar las compras aprovechando al máximo el poder de compra. Como hemos apuntado, no hay departamento de Recursos humanos. Cuando un colaborador ve que tiene más trabajo del que puede asumir, simplemente inicia el proceso de búsqueda de una nueva persona. Como no hay jerarquía, no hay ascensos. A medida que un colaborador tiene más impacto, gracias a su buen trabajo y al natural aprendizaje de la experiencia, va ganando en credibilidad y responsabilidad en la compañía, responsabilidades e impacto que son reconocidos por sus compañeros. Y eso se traduce en su retribución. Los trabajadores son recompensados por el buen trabajo que realizan, pero en lugar que eso lo marque un jefe que le proponga para un ascenso, eso es determinado por las personas con las que colabora. Los trabajadores no están empoderados, nadie tiene ese poder y se lo transfiere. Simplemente son libres y ejercen esa libertad.

No es del todo cierto que en una compañía como Morning Star, una compañía celular, no haya jerarquía. No hay una jerarquía formal, no hay una supervisión explícita por parte de jefes, no hay subordinados, pero sí que existe una jerarquía implícita, informal, tejida por cientos de relaciones entre personas y áreas, una jerarquía construida de abajo arriba, democrática, dinámica, flexible, móvil, natural. Las organizaciones celulares son más meritocráticas que las organizaciones jerárquicas, donde muchas veces las personas reconocidas con cargos en la cúspide de la pirámide no son los mejores, sino los que saben prosperar, los que saben moverse mejor en la jungla corporativa.

Celularidad, autogestión y autonomía

Evidentemente no todo es color de rosa. Las organizaciones celulares son muy sofisticadas, muy complejas, tanto como el mercado en la economía capitalista. Confiamos en el mercado para que fije los precios, y generalmente lo hace bien, gracias a las decisiones individuales responsables de múltiples actores sin coordinación explícita. Algo similar pasa con una organización redárquica o celular. La redarquía es un delicado equilibrio que se basa en el reconocimiento de que la gente es potente y actúa responsablemente. Y eso no siempre sucede. No intentaremos ocultar al lector que la redarquía tiene muchos retos y que no es la respuesta a todas las situaciones, pero eso no hace que creamos menos en que la celularidad es una gran característica para una organización en una sociedad hiperdigital.

Las organizaciones redárquicas ponen el foco en la autonomía, es decir, en la capacidad de los colaboradores de tomar decisiones sin necesidad de pasar por un costoso proceso de aprobación. En una organización que potencie la autonomía de los equipos, la confianza es una necesidad absoluta. La celularidad, la autogestión y la autonomía son tres perspectivas sobre la misma realidad: una organización construida de abajo arriba, en la que los colaboradores están empoderados, en la que la confianza reemplaza a la obsesiva búsqueda del control. Dicho de otro modo, la combinación ganadora es la que combina las tres perspectivas: organizaciones basadas en la confianza y en la visión positiva de la aportación de equipos autónomos (células) autogestionados, orientados a misiones, organizados con la mínima estructura jerárquica. Los equipos se coordinan para realizar las acciones que deben llevar a cabo, para realizar óptimamente sus propósitos o misiones, sin necesidad de que haya un jefe que los supervise continuamente. Las organizaciones celulares son más complejas, porque las relaciones de supervisión y control entre los colaboradores son menos explícitas y más sutiles. La supervisión se diluye en el tejido corporativo: es la continua interacción entre los pares y entre los grupos de interés, el proceso, quien sustituye a la omnipresente necesidad de un jefe que determine qué está bien y qué debe rehacerse. La complejidad de este tipo de organizaciones puede, si mal planteada, provocar parálisis, pero hay múltiples ejemplos de organizaciones que han conseguido desplegar versiones más o menos redárquicas de sí mismas sin caer en la inacción.

El cambio organizacional derivado de llevar al final este modelo tiene un extraordinario impacto en las expectativas profesiones de los colaboradores. En las empresas tradicionales, el éxito viene medido por la ascensión por las ramas del árbol jerárquico. Aunque a menudo la posición en el organigrama no se explica única y perfectamente por la competencia intrínseca de los colaboradores, el ascenso jerárquico es la vara de medir del éxito. Es común que cuando entrevistamos a un candidato para incorporarse a nuestra organización, nos pregunte por su potencial plan de carrera. Es decir, qué le ofrecemos a medio plazo como itinerario potencial de crecimiento en responsabilidades (y en salario) si su rendimiento es positivo. Ese plan de carrera solicitado es el reconocimiento implícito de que la meritocracia funciona en la organización. En las organizaciones celulares el buen desempeño no se premia con el ascenso en un organigrama. Y esto puede desconcertar.

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Acerca del libro

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Alberto Delgado y Alfonso Ramos

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Acerca de los autores

Alberto Delgado

Alberto Delgado

Nacido en Barcelona en 1968. Es PDG por IESE, SEP por ESADE, Ingeniero en Telecomunicación por la UPC, y Diplomado en Innovative Management y Corporate Entrepreneurship por Babson College.

Tiene más de veinte años de experiencia en el sector TIC como directivo, consultor, conferenciante y analista. Durante once años lideró Penteo como director general. Dejó la firma para emprender un nuevo proyecto en Uanou, una consultora especializada en transformación digital. Actualmente es director de consultoría digital en Seidor Digital y profesor invitado de ESADE, donde codirige el programa CIO Advanced Program.

Autor de diversos libros éxito de ventas en Europa y Latinoamérica sobre tecnologías de bases de datos e Internet, ha publicado también numerosos estudios y artículos sobre la aplicación de las TIC al negocio y al desarrollo de la Sociedad de la Información. Además, Alberto escribe narrativa y tiene dos blogs, uno de ellos dedicado a relatos cortos.

Alfonso Ramos

Alfonso Ramos

Alfonso Ramos, nacido en Barcelona en 1973 y residente durante años en Almería, casado y con dos hijos. Ingeniero Industrial Superior por la UPC, máster en Dirección de plantas industriales y organización por la UPC, EMBA por EADA, PDM por IESE, licenciado EFQM y en homologación como consejero por el Instituto de Consejeros.

Tiene más de veinte años de experiencia en consultoría de negocio y TIC como directivo, consultor, conferenciante y analista en múltiples sectores: farma, química, gran consumo, retail, etc. Lleva más de 15 años como director en SEIDOR Transformation y SDM Analytics, del grupo SEIDOR.

Aparte de su trabajo como directivo en SEIDOR, ejerce de profesor asociado en la Universidad Gimbernat y en los grados de Informática, ADE y Derecho de la Universidad Cardenal Cisneros.

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